CAPÍTULO PRIMERO
DE LA DOCTRINA DE LA ELECCIÓN DIVINA Y LA REPROBACIÓN.
Enseñanza sobre la predestinación divina, la cual el Sínodo declara que es conforme a la Palabra de Dios, aceptada hasta ahora por las Iglesias reformadas y presentada en varios artículos.
ARTÍCULO I.
Puesto que todos los hombres han pecado en Adán y se han hecho reos de maldición y muerte eterna, Dios no habría hecho injusticia a nadie si hubiese querido dejar a todo el género humano en el pecado y en la maldición, y condenarlo a causa del pecado, según estas expresiones del Apóstol: “para que toda boca se calle y todo el mundo sea hecho responsable ante Dios”; “ por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios” (Romanos 3:19,23); y, “porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).
ARTÍCULO II.
Pero en esto se manifestó el amor de Dios: en que Dios ha enviado a su Hijo unigénito al mundo, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. (1 Juan 4:9; Juan 3:16).
ARTÍCULO III.
A fin de que los hombres sean traídos a la fe, Dios, en su misericordia, envía mensajeros de esta buena nueva a quienes le place y cuando le place, por cuyo ministerio los hombres son llamados al arrepentimiento y a la fe en el Cristo crucificado. “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?” (Romanos 10:14, 15).
ARTÍCULO IV.
Los que no creen en este Evangelio, la ira de Dios está sobre ellos. Pero los que lo reciben, y abrazan a Jesús el Salvador mediante una fe viva y verdadera, son librados por Él de la ira de Dios y de la destrucción, y dotados de la vida eterna.
ARTÍCULO V.
La causa o culpa de esa incredulidad, así como de todos los demás pecados, de ninguna manera está en Dios, sino en el hombre. Pero la fe en Jesucristo y la salvación por medio de Él es un don gratuito de Dios; según está escrito: “Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de Dios” (Efesios 2:8). Y así mismo: “porque a vosotros se os ha concedido por amor de Cristo, no solo creer en Él” (Filipenses 1:29).
ARTÍCULO VI.
Que algunos reciban el don de la fe de Dios y otros no lo reciban, procede del decreto eterno de Dios, “que hace saber todo esto desde tiempos antiguos” (Hechos 15:18; Efesios 1:11). Según tal decreto ablanda, por pura gracia, los corazones de los elegidos, por obstinados que sean, y les inclina a creer, pero según Su justo juicio abandona a su maldad y obstinación a quienes no son elegidos. Y es aquí donde, estando los hombres en similar condición de perdición, se nos revela esa profunda, misericordiosa e igualmente justa distinción de personas, o ese decreto de elección y reprobación revelado en la Palabra de Dios. El cual, si bien los hombres perversos, impuros e inestables tuercen para su propia destrucción, también da un inefable consuelo a las almas santas y temerosas de Dios.
ARTÍCULO VII.
Esta elección es un propósito inmutable de Dios mediante el cual Él, antes de la fundación del mundo, de entre todo el género humano caído, por su propia culpa, de su estado original de rectitud, en el pecado y la perdición, predestinó en Cristo para salvación, por pura gracia y según el beneplácito de Su voluntad, a cierto número de personas, no siendo mejores o más dignas que las demás, sino hallándose en la misma miseria que aquellas; y puso a Cristo, también desde la eternidad, por Mediador y Cabeza de todos los elegidos, y por fundamento de la salvación. Y, a fin de que fueran hechos salvos por Cristo, Dios decidió también dárselos a Él, llamarlos y atraerlos poderosamente a Su comunión por medio de Su Palabra y Espíritu Santo, o lo que es lo mismo, dotarlos de verdadera fe en Cristo, justificarlos, santificarlos y, finalmente, guardándolos poderosamente en la comunión de Su Hijo, glorificarlos en demostración de Su misericordia y para alabanza de las riquezas de Su gracia soberana. Conforme está escrito: “según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado” (Efesios 1:4-6); y en otro lugar: “y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos también justificó; y a los que justificó, a ésos también glorificó” (Romanos 8:30).
ARTÍCULO VIII.
La elección de todos aquellos que se salvan no es múltiple, sino una sola y la misma, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, pues la Escritura enseña que el beneplácito, el propósito y el consejo de la voluntad de Dios es uno, según el cual nos escogió desde la eternidad tanto para la gracia, como para la gloria, así para la salvación, como para el camino de la salvación, “las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (Efesios 1:4-5 y 2:10).
ARTÍCULO IX.
Esta elección fue hecha, no en virtud de previsión de la fe,la obediencia de la fe, la santidad ni ninguna otra buena cualidad o disposición, como causa o condición, previamente requeridas en el hombre que habría de ser elegido, sino para la fe y la obediencia de la fe, para la santidad, etc. Por lo tanto, la elección es la fuente de todo bien salvífico de la cual proceden la fe, la santidad y otros dones salvíficos y, finalmente, la vida eterna misma, conforme al testimonio del Apóstol: “según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, (no porque éramos, sino) para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él” (Efesios 1:4).
ARTÍCULO X.
La causa de esta misericordiosa elección es únicamente el beneplácito de Dios, el cual no consiste en que Él escogió como condición de la salvación, de entre todas las posibles condiciones, algunas cualidades o acciones humanas, sino en que Él adoptó como un pueblo especial para Sí a algunas personas determinadas de entre la común muchedumbre de pecadores. Como está escrito “(porque aún cuando los mellizos no habían nacido, y no habían hecho nada, ni bueno ni malo, para que el propósito de Dios conforme a su elección permaneciera, no por las obras, sino por aquel que llama), se le dijo a ella —esto es, a Rebeca—: El mayor servirá al menor. Tal como está escrito: A Jacob amé, pero a Esaú aborrecí” (Romanos 9:11-13); “y creyeron cuantos estaban ordenados a vida eterna” (Hechos 13:48).
ARTÍCULO XI.
Y como Dios mismo es sumamente sabio, inmutable, omnisciente y todopoderoso, así la elección hecha por Él no puede ser anulada ni cambiada ni revocada ni destruida, ni los escogidos pueden ser reprobados ni su número disminuido.
ARTÍCULO XII.
La seguridad de su elección eterna e inmutable para salvación es dada a los escogidos a su debido tiempo, si bien en distinta medida y en diferentes etapas; no cuando, por curiosidad, escudriñan los misterios y las profundidades de Dios, sino cuando con gozo espiritual y santo placer advierten en sí mismos los frutos infalibles de la elección, indicados en la Palabra de Dios, que son la verdadera fe en Cristo, el temor filial a Dios, el dolor piadoso por sus pecados, el hambre y la sed de justicia, etc.
ARTÍCULO XIII.
De la comprensión interna y de la certidumbre de esta elección toman diariamente los hijos de Dios mayor motivo para humillarse ante Él, adorar la profundidad de Su misericordia, purificarse a sí mismos, y, por su parte, amarle ardientemente a Él, que de modo tan eminente les amó primero a ellos. Así hay que descartar que esta doctrina de la elección y la meditación en la misma haga que los hijos de Dios sean laxos en la observancia de Sus mandamientos, o que tengan seguridad carnal, lo cual, por el justo juicio de Dios, suele suceder con aquellos que presumen audaz y ligeramente de la gracia de la elección, o que hablan vana y petulantemente de ella, pero no quieren andar en los caminos de los elegidos.
ARTÍCULO XIV.
Además, así como esta doctrina de la elección divina, según el beneplácito de Dios, fue predicada tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento por los profetas, por Cristo mismo y por los apóstoles, y después expuesta y legada en las Sagradas Escrituras, así hoy en día y a su debido tiempo se debe exponer en la Iglesia de Dios, a la cual le ha sido especialmente otorgada, con espíritu de discernimiento y con piadosa reverencia, santamente, sin un escrutinio curioso de los caminos del Altísimo, para honor del Santo Nombre de Dios y para animar y consolar a Su pueblo.
ARTÍCULO XV.
La Sagrada Escritura nos muestra y ensalza esta gracia divina e inmerecida de nuestra elección mayormente por el hecho de que, además, testifica que no todos los hombres son elegidos, sino que algunos no lo son o son pasados por alto en la elección eterna de Dios, y estos son aquellos a los que Dios, conforme a Su libérrimo, irreprensible e inmutable beneplácito, ha resuelto dejar en la común miseria en la que por su propia culpa se precipitaron, y no dotarlos de la fe salvífica y la gracia de la conversión y, finalmente, estando abandonados a sus propios caminos y bajo el justo juicio de Dios, condenarlos y castigarlos eternamente, no solo por su incredulidad, sino también por todos los demás pecados, para la declaración de Su justicia divina. Y este es el decreto de reprobación, que en ningún sentido hace a Dios autor del pecado (que es blasfemia el solo pensarlo), sino que lo constituye como su Juez y Vengador terrible, irreprensible y justo.
ARTÍCULO XVI.
Quienes aún no sienten poderosamente en sí mismos la fe viva en Cristo, una confianza segura del corazón, paz de conciencia, la observancia de la obediencia filial, o el gloriarse en Dios por medio de Cristo, pero no obstante usan los medios por los que Dios ha prometido obrar estas cosas en nosotros, no deben alarmarse cuando oyen mencionar la reprobación ni contarse entre los reprobados, sino proseguir diligentemente en la observancia de los medios, añorar ardientemente días de gracia más abundante y esperarla con reverencia y humildad. Mucho menos han de atemorizarse de esta doctrina de la reprobación aquellos que seriamente desean convertirse a Dios, agradarle a Él únicamente y ser librados del cuerpo de muerte, a pesar de que no pueden progresar en el camino de la fe y de la salvación tanto como ellos realmente querrían; ya que el Dios misericordioso ha prometido que no apagará el pabilo mortecino ni destruirá la caña cascada. Pero esta doctrina es, y con razón, terrible para aquellos que, no haciendo caso de Dios y Cristo, el Salvador, se han entregado por completo a las preocupaciones del mundo y a la voluntad de la carne, entre tanto no se conviertan a Dios verdaderamente.
ARTÍCULO XVII.
Puesto que debemos juzgar la voluntad de Dios por medio de Su Palabra, la cual atestigua que los hijos de los creyentes son santos no por naturaleza, sino en virtud del pacto de gracia, en el que están comprendidos junto con sus padres, los padres piadosos no deben dudar de la elección y salvación de los hijos a quienes a Dios le plazca sacar de esta vida en la infancia.
ARTÍCULO XVIII.
Contra aquellos que murmuran de esta gracia de la elección inmerecida y de la severidad de la reprobación justa, oponemos esta sentencia del Apóstol: “¿quién eres tú, oh hombre, que le contestas a Dios?” (Romanos 9:20), y ésta de nuestro Salvador: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo que es mío?” (Mateo 20:15). Nosotros, por el contrario, adorando con piadosa reverencia estos misterios, exclamamos con el apóstol: “¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Pues, ¿quién ha conocido la mente del Señor?, ¿o quién llegó a ser su consejero?, ¿o quién le ha dado a Él primero para que se le tenga que recompensar? Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A El sea la gloria para siempre. Amén” (Romanos 11:33-36).
RECHAZO DE LOS ERRORES,
Por los que las iglesias de los Países Bajos fueron perturbadas por algún tiempo. Una vez expuesta la doctrina ortodoxa de la elección y reprobación, el Sínodo rechaza los errores de aquellos:
I.
Que enseñan que la voluntad de Dios de salvar a quienes habrían de creer y perseverar en la fe y en la obediencia de la fe es el decreto entero y total de la elección para salvación, y que en la Palabra de Dios nada más se ha revelado en relación con el presente decreto.
Pues estos engañan a los sencillos y contradicen evidentemente a las Sagradas Escrituras que testifican que Dios no solo quiere salvar a aquellos que creerán, sino que también Él ha elegido desde la eternidad a ciertas personas en particular, a las que Él en el tiempo dotará de la fe en Cristo y de la perseverancia, pasando por alto a los demás, como está escrito: “ He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste” (Juan 17:6); también, “según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él”, etc. (Efesios 1:4).
II.
Que enseñan que la elección de Dios para la vida eterna es múltiple: una general e indeterminada; otra, particular y determinada; y que esta última o es incompleta, revocable, no decisiva y condicional, o bien, es completa, irrevocable, decisiva y absoluta. Además: que hay una elección para fe y otra para salvación; de modo que la elección para fe que justifica pueda darse sin la elección para salvación.
Esta es una suposición del cerebro humano, inventada fuera de las Sagradas Escrituras, por la cual se corrompe la doctrina de la elección y se disuelve esta cadena de oro de nuestra Salvación: “y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos también justificó; y a los que justificó, a ésos también glorificó” (Romanos 8:30).
III.
Que enseñan que el beneplácito y el propósito de Dios, de los cuales la Escritura habla en la doctrina de la elección, no consiste en esto: que Dios ha escogido desde el principio a ciertas personas particulares en lugar de otras, sino en que Dios, de entre todas las posibles condiciones (entre las cuales están las obras de la ley), o de entre el orden total de todas las cosas, ha escogido como condición de salvación el acto de fe, el cual por su naturaleza no es meritorio, y su obediencia imperfecta, el cual, por gracia, ha considerado como obediencia perfecta y digno de la recompensa de la vida eterna.
Con este error pernicioso se invalidan el beneplácito de Dios y el mérito de Cristo, y por medio de preguntas inútiles se desvía a los hombres de la verdad de la justificación gratuita y de la sencillez de las Sagradas Escrituras, y se acusa de falsedad este argumento del Apóstol: “quien nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo, no según nuestras obras, sino según su propósito y según la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús desde la eternidad” (2 Timoteo 1:9).
IV.
Que enseñan que en la elección para fe se requiere esta condición previa, que el hombre haga un recto uso de la luz de la naturaleza, que sea probo, sencillo, humilde y dispuesto para la vida eterna, como si la elección dependiese en alguna manera de estas cosas.
Esto concuerda con la enseñanza de Pelagio, y es contrario a la doctrina del Apóstol cuando escribe: “entre los cuales también todos nosotros en otro tiempo vivíamos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia habéis sido salvados), y con Él nos resucitó, y con Él nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús, a fin de poder mostrar en los siglos venideros las sobreabundantes riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:3-9).
V.
Que enseñan que la elección imperfecta y no decisiva de determinadas personas para salvación se produjo debido a una previsión de fe, conversión, santificación y piedad, las cuales, o bien tuvieron un comienzo, o bien continuaron durante algún tiempo; pero que la elección completa y decisiva tuvo lugar en virtud de una previsión de perseverancia en fe hasta el fin, conversión, santidad y piedad; y que esta es la dignidad evangélica y de gracia, por la cual aquel que es elegido es más digno que aquel que no es elegido; y que, por lo tanto, la fe, la obediencia de la fe, la santidad, la piedad y la perseverancia no son frutos ni efectos de la elección inmutable para gloria, sino condiciones y causas indispensables, las cuales son prerrequisitos en aquellos que serán plenamente elegidos, y que son previstas como cumplidas por ellos.
Lo cual es repugnante a toda la Escritura que inculca constantemente en nuestros corazones y nos hace oír estas y otras declaraciones: “(porque cuando aún los mellizos no habían nacido, y no habían hecho nada, ni bueno ni malo, para que el propósito de Dios conforme a su elección permaneciera, no por las obras, sino por aquel que llama)” (Romanos 9:11): “y creyeron cuantos estaban ordenados a vida eterna” (Hechos 13:48). “Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él en amor” (Efesios 1:4). “Vosotros no me escogisteis a mí, sino que yo os escogí a vosotros” (Juan 15:16). “Pero si es por gracia, ya no es a base de obras, de otra manera la gracia ya no es gracia” (Romanos 11:6). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).
VI.
Que enseñan que no toda elección para salvación es inmutable; sino que algunos elegidos se pueden perder y se pierden eternamente a pesar del decreto de Dios.
Mediante este grave error hacen que Dios sea cambiante y destruyen el consuelo de los piadosos por el cual obtienen la seguridad de su elección, y contradicen a la Sagrada Escritura que enseña que “se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y mostrarán grandes señales y prodigios, para así engañar, de ser posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:24); “que de todo lo que Él me ha dado yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día final” (Juan 6: 39); “y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos también justificó; y a los que justificó, a ésos también glorificó” (Romanos 8:30).
VII.
Que enseñan que en esta vida no hay fruto alguno, ni ningún sentimiento, ni certeza de la elección inmutable para gloria; sino la que depende de una condición mutable e incierta.
No es solo absurdo hablar de una certidumbre incierta, lo cual es contrario a la experiencia de los santos, quienes, en virtud del sentimiento interno de su elección, se gozan con el Apóstol, y celebran este beneficio de Dios, quienes se alegran con los discípulos, según la amonestación de Cristo, “de que los espíritus se os sometan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20); quienes también oponen el sentimiento interno de su elección contra las saetas ardientes de los ataques del diablo cuando preguntan: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” (Romanos 8:33).
VIII.
Que enseñan que no fue por su sola justa voluntad que Dios decidió dejar a algunos en la caída de Adán y en la común condición de pecado y condenación, ni pasarlos por alto en la comunicación de la gracia que es necesaria para la fe y la conversión.
Pues esto es firme: “Así que del que quiere tiene misericordia, y al que quiere endurece” (Romanos 9:18). Y esto también: “porque a vosotros se os ha concedido conocer los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no se les ha concedido” (Mateo 13:11). Igualmente: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios e inteligentes, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así fue de tu agrado” (Mateo 11:25, 26).
IX.
Que enseñan que la causa por la que Dios envía el Evangelio a un pueblo y no a otro no es sola y exclusivamente por el beneplácito de Dios, sino por el hecho de que un pueblo es mejor y más digno que otro al que no le comunica el evangelio.
Pues Moisés protesta contra esto cuando habla al pueblo israelita en estos términos: “He aquí, al Señor tu Dios pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella hay. Sin embargo, el Señor se agradó de tus padres, los amó, y escogió a su descendencia después de ellos, es decir, a vosotros, de entre todos los pueblos, como se ve hoy” (Deuteronomio 10:14,15): y también Cristo, cuando dice: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros que se hicieron en vosotras se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se hubieran arrepentido en cilicio y ceniza” (Mateo 11:21).
CAPÍTULO SEGUNDO
DE LA DOCTRINA DE LA REDENCIÓN DEL HOMBRE MEDIANTE LA MUERTE DE CRISTO.
ARTÍCULO PRIMERO
Dios es no solo sumamente misericordioso, sino también sumamente justo. Y su justicia (como se revela en Su Palabra) requiere que nuestros pecados, cometidos contra Su majestad infinita, no solo sean castigados con castigos temporales, sino también con castigos eternos, tanto en el alma como en el cuerpo; castigos que nosotros no podemos eludir a menos que la justicia de Dios sea satisfecha.
ARTÍCULO II.
Sin embargo, puesto que nosotros mismos no podemos ofrecer satisfacción ni librarnos de la ira de Dios, por Su inmensa misericordia Dios nos ha dado a Su Hijo unigénito como Mediador, el cual, a fin de satisfacer por nosotros, fue hecho pecado y maldición en la cruz por nosotros o en lugar nuestro.
ARTÍCULO III.
Esta muerte del Hijo de Dios es el sacrificio y la satisfacción única y perfecta por los pecados, de valor y dignidad infinitas, y abundantemente suficiente como para expiar los pecados del mundo entero.
ARTÍCULO IV.
Por lo tanto, esta muerte es de tan gran valor y dignidad, porque la persona que la padeció no solo es un hombre verdadero y perfectamente santo, sino también el Hijo de Dios, de una misma, eterna e infinita esencia con el Padre y el Espíritu Santo, tal como tenía que ser nuestro Salvador. Además de esto, porque su muerte fue acompañada con el sentimiento de la ira de Dios y de la maldición que habíamos merecido por nuestros pecados.
ARTÍCULO V.
Sin embargo, existe la promesa del Evangelio de que todo aquel que crea en el Cristo crucificado no se perderá, sino que tendrá vida eterna. Promesa que, sin distinción, debe ser anunciada y proclamada con mandato de conversión y de fe a todos los pueblos y personas a los que Dios, según Su beneplácito, envía Su Evangelio.
ARTÍCULO VI.
Empero, el hecho de que muchos, siendo llamados por el Evangelio, no se conviertan ni crean en Cristo, sino que perezcan en incredulidad, no ocurre por defecto o insuficiencia del sacrificio de Cristo en la cruz, sino por la propia culpa de ellos.
ARTÍCULO VII.
Así, pues, todos cuantos verdaderamente creen, y por la muerte de Cristo son redimidos y salvados de los pecados y de la perdición, gozan de aquellos beneficios solo por la gracia de Dios que les es dada eternamente en Cristo, y no porque se le deba a nadie.
ARTÍCULO VIII.
Porque este fue el consejo absolutamente libre, la voluntad misericordiosa y el propósito de Dios Padre: que la eficacia vivificadora y salvadora de la preciosa muerte de Su Hijo se extendiese a todos los elegidos para dotarlos únicamente a ellos de la fe que justifica, y por esto mismo llevarlos infaliblemente a la salvación; es decir: Dios quiso que Cristo, por la sangre de Su cruz (con la que Él corroboró el Nuevo Pacto), salvase eficazmente, de entre todos los pueblos, tribus, linajes y lenguas, a todos aquellos, y únicamente a aquellos, que desde la eternidad fueron elegidos para salvación, y que le fueron dados por el Padre; los dotase de la fe, como asimismo de los otros dones salvadores del Espíritu Santo, que Él les adquirió por Su muerte; los limpiase por medio de Su sangre de todos sus pecados, tanto los originales o connaturales como los actuales, tanto del pasado como los cometidos después de la fe; los guardase fielmente hasta el fin y, por último, los presentase gloriosos ante sí sin mancha ni arruga.
ARTÍCULO IX.
Este consejo, proveniente del eterno amor de Dios hacia los elegidos, se cumplió eficazmente desde el principio del mundo hasta este tiempo presente (combatiendo contra ello en vano las puertas del infierno), y se cumplirá también en el futuro, de manera que los elegidos, a su debido tiempo serán congregados en uno, y siempre existirá una Iglesia de los creyentes fundada en la sangre de Cristo, la cual le amará inquebrantablemente a Él, su Salvador, quien por ella, como el esposo por su esposa, dio Su vida en la cruz, y le servirá constantemente y le glorificará ahora y por toda la eternidad.
RECHAZO DE LOS ERRORES
Habiendo establecido la doctrina ortodoxa, el Sínodo rechaza los errores de aquellos:
I.
Que enseñan que Dios Padre ordenó a Su Hijo para la muerte de cruz sin el consejo cierto y definitivo de salvar a nadie por nombre; de manera que la necesidad, utilidad y dignidad de lo que la muerte de Cristo logró bien pudieran haber existido y permanecido perfectas en todas sus partes, y cumplidas en su totalidad, aun si la redención lograda jamás hubiese sido adjudicada a individuo alguno.
Esta afirmación es un insulto a la sabiduría del Padre y a los méritos de Jesucristo, y es contraria a la Escritura. Pues nuestro Salvador dice así: “y doy mi vida por las ovejas … Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen” (Juan 10:15, 27); y del Salvador dice el profeta Isaías: “cuando Él se entregue a sí mismo como ofrenda de expiación, verá a su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor en su mano prosperará” (Isaías 53:10). Finalmente, destruye el artículo de fe de lo que creemos acerca de la Iglesia.
II.
Que enseñan que la finalidad de la muerte de Cristo no fue que Él estableciese un nuevo Pacto de gracia en Su sangre, sino solo adquirir para el Padre el mero derecho de entrar de nuevo en un pacto con los hombres, ya sea por gracia o por obras.
Esto contradice la Escritura, que enseña que Jesús es hecho “fiador de un mejor pacto” (Hebreos 7:22), y “un testamento es válido solo en caso de muerte, puesto que no se pone en vigor mientras vive el testador” (Hebreos 9:15,17).
III.
Que enseñan que Cristo por Su satisfacción para nadie ha merecido, de un modo cierto, la salvación misma y la fe por la cual esta satisfacción es eficazmente apropiada; si no que ha adquirido únicamente para el Padre el poder o la voluntad plena para tratar de nuevo con los hombres y dictar las nuevas condiciones que Él quisiese, cuyo cumplimiento quedaría pendiente de la libre voluntad del hombre; y que por lo tanto, consiguiente podía haber sucedido que ninguno, o que todos los hombres las cumpliesen.
Pues estos opinan muy despectivamente de la muerte de Cristo, no reconocen en absoluto el fruto o beneficio principal que produce, y vuelven a traer del infierno el error pelagiano.
IV.
Que enseñan que el nuevo Pacto de gracia, que Dios Padre hizo con los hombres por mediación de la muerte de Cristo, no consiste en que nosotros somos justificados en la presencia de Dios y salvados por medio de la fe, en cuanto que acepta los méritos de Cristo; sino en que Dios, habiendo abolido la exigencia de la obediencia perfecta a la Ley, cuenta ahora la fe misma y la obediencia de la fe, aunque imperfectas, por perfecta obediencia a la Ley, y por gracia, decide considerarlas dignas de la recompensa de la vida eterna.
Ellos contradicen las Sagradas Escrituras: “siendo justificados gratuitamente por su gracia por medio de la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió públicamente como propiciación por su sangre a través de la fe, como demostración de su justicia, porque en su tolerancia, Dios pasó por alto los pecados cometidos anteriormente” (Romanos 3:24,25); y junto con el impío Socino introducen una nueva y extraña justificación del hombre en la presencia de Dios, contraria al consenso unánime de toda la Iglesia.
V.
Que enseñan que todos los hombres son aceptados en el estado de reconciliación y en la gracia del Pacto, de manera que nadie es culpable de condenación ni será susceptible de ser condenado a causa del pecado original, sino que todos los hombres son inmunes a la culpa de este pecado.
Pues esta opinión es repugnante a la Escritura, que afirma que “éramos por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2:3).
VI.
Que emplean la distinción entre adquisición y apropiación, para implantar esta opinión en los imprudentes e inexpertos: que Dios, en cuanto a Él toca, ha querido comunicar por igual a todos los hombres aquellos beneficios que se obtienen por la muerte de Cristo; pero el hecho de que algunos obtengan el perdón de los pecados y la vida eterna, y otros no, depende de su libre voluntad, la cual se aplica a sí misma la gracia ofrecida sin distinción, y que no depende de ese don especial de la misericordia que obra eficazmente en ellos, para que ellos y no otros apliquen esa gracia a sí mismos.
Pues estos, fingiendo exponer esta distinción en un sentido sano, intentan ofrecer al pueblo el veneno pernicioso del pelagianismo.
VII.
Que enseñan que CRISTO no ha podido ni ha debido morir, ni tampoco ha muerto, por aquellos a quienes Dios ama en grado sumo y a quienes eligió para vida eterna, puesto que los tales no necesitan de la muerte de CRISTO.
Pues contradicen al Apóstol, que dice: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20). Como también: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Romanos 8:33,34): es decir, por ellos. Además, el Salvador afirmó: “doy mi vida por las ovejas” (Juan 10:15), y “este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado. Nadie tiene un amor mayor que éste: que uno dé su vida por sus amigos” (Juan 15:12,13).
CAPÍTULOS TERCERO Y CUARTO
DE LA DOCTRINA DE LA CORRUPCIÓN DEL HOMBRE, Y DE LA MANERA DE SU CONVERSIÓN A DIOS
ARTÍCULO PRIMERO
Desde el principio, el hombre fue creado a imagen de Dios, y su mente adornada con conocimiento verdadero y salvífico de su Creador y de las cosas espirituales; con rectitud en su voluntad y en su corazón, con pureza en todos sus afectos; y por lo tanto, totalmente santo. Pero rechazó a Dios por insinuación del diablo y de su voluntad libre, se privó a sí mismo de estos excelentes dones, y a cambio ha atraído sobre sí, en lugar de aquellos dones, ceguera, oscuridad horrible, vanidad y perversión de juicio en su mente; maldad, rebeldía y dureza en su voluntad y en su corazón; así como también impureza en todos sus afectos.
ARTÍCULO II.
Tal como fue el hombre después de la caída, tales fueron también los hijos que procreó, es decir: corruptos, estando él corrompido; de tal manera que la corrupción, según el justo juicio de Dios, pasó de Adán a todos sus descendientes (exceptuando únicamente a Cristo), no por imitación, como antiguamente defendieron los pelagianos, sino por propagación de la naturaleza corrompida.
ARTÍCULO III.
Por lo tanto, todos los hombres son concebidos en pecado y por nacimiento hijos de ira, incapaces de ningún bien salvífico, e inclinados al mal, muertos en pecados y esclavos del pecado; y no quieren ni pueden volver a Dios, ni corregir su naturaleza depravada, ni pueden ellos mismos disponerse a corregirla sin la gracia del Espíritu Santo, que es quien regenera.
ARTÍCULO IV.
Sin embargo, después de la caída aún queda en el hombre alguna luz de la naturaleza, mediante la cual conserva algún conocimiento de Dios, de las cosas naturales, de la distinción entre lo lícito y lo ilícito, y también muestra alguna práctica hacia la virtud y la disciplina externa. Sin embargo, esta luz de la naturaleza está lejos de permitir que el hombre llegue a un conocimiento salvífico de Dios y se convierta a Él; pues, de hecho, ni siquiera la usan rectamente en asuntos naturales y civiles; antes bien, sea como sea, la empaña totalmente de diversas maneras y la subyuga en injusticia; y al hacerlo así, por tanto, se priva de toda excusa delante de Dios.
ARTÍCULO V.
Con la luz de la naturaleza sucede lo mismo que con la Ley de los Diez Mandamientos, dada por Dios en particular a los judíos a través de Moisés. Pues el hombre no puede obtener gracia salvífica porque, aunque la ley descubre la magnitud del pecado y convence más y más al hombre de su culpa, con todo, no indica el remedio de reparación de esa culpa ni le confiere fuerza alguna para poder librarse de dicha miseria; y porque, habiéndose hecho impotente por la carne, deja al transgresor bajo la maldición.
ARTÍCULO VI.
Lo que ni la luz de la naturaleza ni la Ley pueden hacer, en este caso, Dios sí puede hacerlo mediante el poder del Espíritu Santo y la Palabra o el ministerio de la reconciliación, que es el Evangelio del Mesías, mediante el cual agradó a Dios salvar a los creyentes tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
ARTÍCULO VII.
Este misterio de Su voluntad que en el Antiguo Testamento Dios reveló a unos pocos, en el Nuevo Testamento lo manifestó a muchos más, habiendo removido la distinción entre pueblos. La causa de esta administración (de la revelación) no está en la dignidad de un pueblo sobre otro, ni en el mejor uso de la luz de la naturaleza, sino en la voluntad soberana y en el amor gratuito de DIOS. Por lo tanto, quienes reciben abundante gracia en contra de todo merecimiento, deben también reconocerla con un corazón humilde y agradecido, y con el Apóstol deben adorar la severidad y la justicia de los juicios de Dios en aquellos que no la reciben, sin indagar sobre ello con curiosidad.
ARTÍCULO VIII.
Pero cuantos son llamados por el Evangelio, son llamados con toda seriedad. Pues DIOS muestra formal y verdaderamente en Su Palabra lo que a Él le agrada, a saber: que sin duda los llamados acudan a Él. Además, a todos los que vienen a Él y creen, les promete también la paz del alma y la vida eterna.
ARTÍCULO IX.
En cuanto a que muchos llamados por el ministerio del Evangelio no vengan a Él ni se conviertan, no es culpa del Evangelio, ni de Cristo, el cual es ofrecido por el Evangelio, ni en Dios, que llama por el Evangelio e incluso comunica diferentes dones a los que llama; sino de aquellos que son llamados; algunos de los cuales, siendo descuidados, no aceptan la palabra de vida; otros sí la aceptan, pero no en lo íntimo de su corazón, y de ahí que, después de algún entusiasmo pasajero, retrocedan de nuevo de su fe temporal; otros ahogan la semilla de la Palabra con los espinos de las preocupaciones y de los deleites del siglo, y no dan ningún fruto; lo cual enseña nuestro Salvador en la parábola del sembrador (Mateo 13).
ARTÍCULO X.
En cuanto a otros, que llamados por el ministerio del Evangelio acuden y se convierten, no debe atribuirse al hombre como si él por su libre voluntad se distinguiese de los otros que son provistos de igual o suficiente gracia (como sostiene la orgullosa herejía de Pelagio); sino que debe atribuirse a Dios, el cual, al igual que predestinó a los suyos desde la eternidad en Cristo, así también llama a estos mismos en el tiempo, los dota de la fe y de la conversión y, salvándolos del poder de las tinieblas, los traslada al reino de Su Hijo a fin de que anuncien las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable, y esto a fin de que no se gloríen en sí mismos, sino en el Señor. Pues esto es lo que testifican los escritos apostólicos en distintas partes.
ARTÍCULO XI.
Además, cuando Dios lleva a cabo este Su beneplácito en los escogidos y obra en ellos la conversión verdadera, lo lleva a cabo de tal manera que no solo hace que se les predique el Evangelio externamente, y que sea alumbrada poderosamente su inteligencia por el Espíritu Santo a fin de que lleguen a comprender y distinguir rectamente las cosas que son del Espíritu de Dios; sino que Él penetra también hasta las partes más íntimas del hombre con la eficacia regeneradora de este mismo Espíritu; Él abre el corazón que está cerrado; Él quebranta lo que está endurecido; Él circuncida lo que es incircunciso; Él infunde en la voluntad propiedades nuevas, y hace que esa voluntad que estaba muerta, reviva; que era mala, se haga buena; que no quería, ahora quiera realmente; que era rebelde, se haga obediente; Él mueve y fortalece de tal manera esa voluntad para que pueda, cual árbol bueno, llevar frutos de buenas acciones.
ARTÍCULO XII.
Y este es aquel nuevo nacimiento, aquella regeneración, nueva creación, resurrección de muertos y vivificación de que tan excelentemente se habla en las Sagradas Escrituras, y lo cual Dios obra en nosotros sin nosotros. Esto de ninguna manera proviene solamente de la predicación externa, ni de la persuasión moral, ni de ninguna forma de acción tal que, tras haber terminado Dios Su obra, entonces esté en el poder del hombre el regenerarse o no, el convertirse o no. Sino que es una operación totalmente sobrenatural, poderosísima y, al mismo tiempo, suavísima, milagrosa, oculta e inexpresable, la cual, según el testimonio de la Escritura (inspirada por el autor de esta operación), no es menor ni inferior en su poder que la creación o la resurrección de los muertos; de modo que todos aquellos en cuyo corazón obra Dios de esta manera milagrosa, son regenerados cierta, infalible y eficazmente, y de hecho creen. Con lo cual, la voluntad, siendo entonces renovada, no solo es movida y conducida por Dios, sino que, siendo movida por Dios, obra también ella misma. En consecuencia, con razón se dice que el hombre mismo cree y se convierte por medio de la gracia que ha recibido.
ARTÍCULO XIII.
El modo de esta operación no puede ser comprendido plenamente por los creyentes en esta vida; mientras tanto, les basta saber y sentir que por medio de esta gracia de DIOS creen con el corazón y aman a su Salvador.
ARTÍCULO XIV.
Así pues, la fe es un don de Dios; no porque sea ofrecida por Dios a la voluntad libre del hombre, sino porque le es participada, inspirada e infundida efectivamente al hombre. Tampoco lo es porque Dios hubiera dado solo el poder creer, y después esperase el consentimiento, o el creer de un modo efectivo por la libre voluntad del hombre; sino porque Dios obra en tal circunstancia el querer y el hacer; y, de hecho, obra todo en todos, tanto la voluntad de creer como la fe misma.
ARTÍCULO XV.
DIOS no debe a nadie esta gracia. ¿Qué puede deber Él a quien nada le puede dar a Él primero, para que le fuera recompensado? En efecto, ¿qué puede deber Dios a aquel que de sí mismo no tiene nada sino pecado y mentira? Entonces, quien recibe esta gracia debe solo a Dios por ello eterna gratitud, y realmente se la agradece; quien no la recibe, tampoco aprecia en lo más mínimo estas cosas espirituales, y se complace a sí mismo en lo suyo; o bien, siendo negligente, se gloría vanamente de tener lo que no tiene. Además, según el ejemplo de los Apóstoles, se debe juzgar y hablar lo mejor de quienes externamente confiesan su fe y enmiendan su vida, porque lo íntimo del corazón nos es desconocido. Y en cuanto a otros que aún no han sido llamados, se debe orar a Dios por ellos, pues Él es quien llama las cosas que no son como si fueran. Pero en ninguna manera debemos estar contra ellos con soberbia, como si nosotros mismos nos hubiésemos distinguido de ellos.
ARTÍCULO XVI.
Empero como por la caída el hombre no dejó de ser hombre dotado de entendimiento y voluntad, y como el pecado, penetrando en todo el género humano, no quitó la naturaleza del hombre, sino que la corrompió y la mató espiritualmente; así esta gracia divina de la regeneración tampoco obra en los hombres como en una cosa insensible y muerta, ni destruye la voluntad y sus propiedades, ni hace violencia a la misma, sino que la vivifica espiritualmente, la sana, la vuelve mejor y la doblega con amor y a la vez con fuerza, de tal manera que donde antes imperaba la rebeldía y la oposición de la carne, allí comienza a prevalecer una obediencia de espíritu voluntaria y sincera en la que descansa el verdadero y espiritual restablecimiento y libertad de nuestra voluntad. Por lo tanto, a menos que el autor admirable de todo bien procediese en esta forma con nosotros, el hombre no tendría en absoluto esperanza alguna de poder levantarse de su caída por su libre voluntad, por medio de la cual él mismo, cuando estaba aún en pie, se precipitó a la perdición.
ARTÍCULO XVII.
Pero, así como esa acción todopoderosa de Dios por la que Él origina y sustenta esta nuestra vida natural, tampoco excluye, sino que requiere el uso de medios por los que Dios, según Su sabiduría infinita y Su bondad, quiso ejercer Su poder, así ocurre también que la mencionada acción sobrenatural de Dios por la que Él nos regenera, de ningún modo excluye ni rechaza el uso del Evangelio, el cual el sapientísimo Dios ordenó para simiente de la regeneración y para alimento del alma. Por lo tanto, así como los Apóstoles y los Pastores que les sucedieron instruyeron saludablemente al pueblo en esta gracia de Dios (para honor del Señor, y para humillación de toda soberbia del hombre), y no descuidaron entretanto el mantenerlos en el ejercicio de la Palabra, de los sacramentos y de la disciplina eclesial por medio de santas amonestaciones del Evangelio, del mismo modo debe también ahora estar lejos de ocurrir que quienes enseñan a otros en la congregación, o quienes son enseñados, se atrevan a tentar a Dios haciendo distingos entre aquellas cosas que Él, según Su beneplácito, ha querido que permaneciesen conjuntamente unidas. Porque por las amonestaciones se confiere la gracia; y cuanto más solícitamente desempeñamos nuestro cargo, tanto más gloriosamente se muestra también el beneficio de Dios que obra en nosotros, y Su obra prosigue entonces de la mejor manera. Solo a este Dios corresponde, tanto en razón de los medios como por los frutos y la eficacia salvadora de los mismos, toda gloria en la eternidad. Amén.
RECHAZO DE LOS ERRORES
Después de haber establecido la doctrina ortodoxa de la Iglesia, el Sínodo rechaza los errores de aquellos:
I.
Que enseñan que propiamente no se puede decir que el pecado original en sí mism